Reflexiones: el principio cooperativo de transformación social

transformación socialTransformación social.

La Experiencia Cooperativa de Mondragón manifiesta su voluntad de transformación social solidaria con la de otros pueblos, a través de su actuación en el marco de Euskal Herria en un proceso de expansión que colabore a su reconstrucción económica y social y a la edificación de una sociedad vasca más libre, justa y solidaria, mediante:

1.- La reinversión de una proporción mayoritaria de los Excedentes Netos obtenidos, destinando una proporción significativa a los Fondos de carácter comunitario, que permita la creación de nuevos puestos de trabajo en régimen cooperativo.

2.- El apoyo a iniciativas de desarrollo comunitario, mediante la aplicación del Fondo de Educación y Promoción Cooperativa.

3.- Una política de Seguridad Social coherente con el sistema cooperativo, basado en la solidaridad y responsabilidad.

4.- La cooperación con otras instituciones vascas de carácter económico y social, y especialmente las promovidas por la clase trabajadora vasca.

5.- La colaboración en la revitalización del euskara como lengua nacional y, en general, de los elementos característicos de la cultura vasca.

Este es un principio esencial en el nacimiento de la Experiencia Cooperativa de MONDRAGON, puesto que de esa necesidad de transformar una sociedad necesitada y desigual, cruzada con una visión social avanzada de la dignidad humana, nacen o se explican educación, democracia, libre adhesión, solidaridad retributiva, supremacía del trabajo sobre el capital…

En fin, que de aquí nace todo.

Y el cruce reflexivo con cualquiera de los valores declarados ofrece interesantes resultados.

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Hay una pregunta básica para la que es imprescindible encontrar respuesta: ¿cuáles son las necesidades de transformación social que podemos hoy identificar a nivel colectivo?

No es en modo alguno evidente que la respuesta pueda ser compartida y mucho menos obvia. Desde el territorio a contemplar hasta la valoración de si es suficiente o no la existencia en sí misma de una cooperativa como vehículo de transformación social, las opiniones muestran un infinito grado de grises.

Desde mi punto de vista, hay un postulado que ayuda mucho a fijar una posición personal: hablamos de entender que el fruto de la actividad empresarial debe revertir a la sociedad en la que la empresa se inserta… pero que no debe hacerse con cualquier destino, sino como apoyo a procesos de construcción del desarrollo económico y social del entorno desde criterios de dignidad, justicia y libertad.

No se trata de sustituir, por lo tanto, la labor de las ONG. Tampoco es exactamente un plan de responsabilidad social corporativa, aunque puede acabar conteniendo algunas iniciativas cercanas a ambos conceptos.

Se trata de asegurar, a través del poder transformador del trabajo, que la vida de las siguientes generaciones se producirá en las mejores condiciones posibles, lo que incluye igualdad de oportunidades, solidaridad, equidad y justicia social… pero sobre todo de asegurar que se construyen las condiciones habilitadoras necesarias para que el tipo de trabajo que pueda seguir haciendo esta función en el futuro, pueda tener cabida entre nosotros.

En el fondo, entender así este principio es casi hacer una analogía con el papel de la educación, ¿no creen?

¿Qué significado creen que tiene esto en la práctica? ¿No resulta evidente, por ejemplo, la necesidad de sostener con firmeza una apuesta por la innovación en su sentido más amplio… e incluso que parte de ella se ocupe de lo disruptivo desde la sana y necesaria ambición? ¿No implica, dada la calidad de vida alcanzada y aún haciéndolo desde lo local, ejercer liderazgos a nivel mundial?

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Otra idea interesante: ¿es el producto económico de la actividad de las empresas lo que debemos poner al servicio de la transformación social? ¿Solo?

Porque quizá lo más valioso que en nuestras sociedades todos tengamos es nuestro tiempo… y de eso compartimos generosamente poco, ¿no creen?

¿No sería trabajar en clave de transformación, el dedicar parte de nuestro tiempo a la educación de las nuevas generaciones? ¿No deberíamos destinar parte de nuestro esfuerzo a prestar horas de nuestra vida a quienes lo necesiten? Formación, mentoring… hemos dejado que el aprendizaje descanse en las manos de profesionales de ello, como en cualquier sociedad, en un momento en que la formación y la educación está abiertamente en cuestión como forma de preparar a niños y jóvenes para un futuro que avanza más rápido de lo que cada uno somos capaces de asimilar y que por tanto exige una preparación mucho más intensa que nunca para enfrentarse a entornos de incertidumbre.

Comentaba al principio que de aquí surge todo… pero la educación es el pilar sobre el que se edifica todo. Lo dejaremos aquí, de momento: en un par de posts, le llegará su espacio.

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La redacción de este principio nace en un entorno de necesidad local de transformación social, en un momento histórico de economías locales. Hoy, sin embargo, las necesidades de transformación social han cambiado… y en concreto nuestro mercado es global y nuestras sociedades están interrelacionadas e impactan y se ven impactadas por los movimientos sociales y económicos de cualquier parte del mundo.

No debería quedarse nuestra mirada por tanto en el territorio vasco, sino que, entendiendo la naturaleza propia de la ECM, que es la nuestra, debería desarrollarse en paralelo el impulso a la economía , el desarrollo comunitario y la cultura local de cualquier lugar del mundo en donde nos encontremos.

No se trata de abandonar nuestra naturaleza vasca, sino de no limitarnos a ella porque nuestra actividad se desarrolla en todo el mundo y nuestros principios deben manifestarse visiblemente allí donde actuemos. Por ejemplo, haciendo que parte de los beneficios obtenidos en cualquier punto del mundo reviertan a esa sociedad o implicándonos en el desarrollo de proyectos de innovación locales.

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En este mismo sentido, si hay algo que está transformando la sociedad a una velocidad vertiginosa, impactando en la manera en la que las personas acceden al conocimiento, se relacionan, trabajan, compran, viajan, se mueven y hasta conversan… es la tecnología.

Para las empresas, y en especial para las de carácter industrial, también el acceso a la tecnología se constituye en una clave de diferenciación o de competitividad. Pero para muchas pequeñas empresas industriales con potencial de crecimiento, el desarrollo de tecnología se convierte con frecuencia en un reto imposible, solo planteable desde la financiación pública.

Más sangrante es el desierto en que se encuentra el mundo de las start-up industriales: es casi imposible plantearse un proyecto de esta naturaleza desde la perspectiva de las personas, por la inversión en equipos que requiere, por la ingente tarea de financiación sostenida que exige una ingeniería de desarrollo de tecnología o producto, inalcanzable para iniciativas personales… Este terreno ha quedado en la práctica asignado a spin-offs de centros tecnológicos o a las iniciativas de intraemprendimiento de las empresas ya consolidadas.

Sin embargo, el éxito en la creación y desarrollo de nuevas iniciativas empresariales con capacidad para interferir en el estado actual de la tecnología o de las reglas imperantes en los mercados, es crucial para asegurar un gran futuro para la comunidad. Por consiguiente, hacer que ello sea posible, ¿no es, además, un ejercicio de pura transformación social?

Hay, por lo tanto, un campo inmenso para que las empresas sean un agente activo de transformación, más exigente si cabe desde los principios de una naturaleza cooperativa:

  • Sostener una apuesta estratégica relevante por la promoción de nuevos negocios, por el intraemprendimiento, por la regeneración continua del tejido empresarial.
  • Favorecer la intercooperación entre empresas en la dimensión comarcal, como vía para cimentar la sostenibilidad económica y social de las comunidades en donde se implanten.
  • Compartir los recursos disponibles con iniciativas externas de construcción o desarrollo de tejido económico: ¿por qué no pensar en una open innovation a la inversa? Me refiero a poner a disposición de quienes tratan de poner en marcha un proyecto empresarial nuevo (start-ups o spin-offs) o de quienes quieren dar otra dimensión a uno existente:
    • nuestras ingenierías (¿por qué no incentivar una comunidad de voluntarios al servicio de la sociedad?);
    • medios de ensayo, cálculo y validación (¿no hay en ellos muchos momentos disponibles u ociosos?);
    • medios de almacenamiento o producción (¿no es posible ceder espacios muertos o colaborar en la fabricación de prototipos cediendo tiempos de parada?);
    • y otros recursos que muchas veces ni siquiera se consumen por uso (¿espacios de reunión, hosting de sistemas…?).

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Un enorme espacio vacío para el que no encuentro explicación: la ausencia prácticamente generalizada de iniciativas relevantes de innovación social dentro de una realidad tan diversa, importante y singular como MONDRAGON.

La Comisión Europea publicaba hace un par de años una Guía para la Innovación Social en Europa sencilla e interesante. En ella se define «innovación social» como «el desarrollo y la implantación de nuevas ideas (productos, servicios y modelos) destinadas a satisfacer necesidades sociales o a crear nuevos espacios de relación o colaboración social». Reconoce que esta estrategia «representa nuevas respuestas a la presión de las demandas sociales que afectan al proceso de interacción social (…) con el propósito de mejorar el bienestar humano». Afirma que trata de innovación que «es social tanto en sus fines como en sus medios (…) y que no es solo buena para la sociedad en su globalidad sino que también refuerza la capacidad de cada individuo para actuar».

La guía postula que la innovación social se apoye en las capacidades creativas de ciudadanos, organizaciones civiles, comunidades locales, empresas y servicios públicos y recuerda que es una oportunidad tanto para el sector público como para los mercados, dado que los productos y servicios generados satisfarán de mejor manera tanto aspiraciones individuales como colectivas. Liga los proyectos de innovación social a cambios sistémicos que se desencadenan siguiendo un proceso de cuatro fases principales:

  • Identificación de necesidades sociales nuevas, no satisfechas o insuficientemente satisfechas.
  • Desarrollo de nuevas soluciones que den respuesta a lo anterior.
  • Evaluación de la efectividad.
  • Escalado de las soluciones efectivas.

¿Cómo puede no estar presente todo esto (incluso cómo es posible no ser un referente actual en la materia), en un modelo socio-económico como el cooperativo, que se reconoce nacido como respuesta a una necesidad de avance social?

¿Cómo es posible que la sociedad civil avance en ocupar este espacio al margen del movimiento cooperativo?

La regeneración urbana, el fenómeno migratorio, el envejecimiento de la población, la microfinanciación, la inclusión social… son terrenos abonados para la innovación social. Parémonos un momento en dos de ellas: la denominada «economía social» (de la que el cooperativismo es precisamente un teórico paradigma) y el aprovechamiento de un viejo conocido, los bienes comunales o procomún (los «commons«) que hoy cobran un nuevo sentido.

Vamos a ello…

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La economía social emergente combina características que son muy diferentes de las economías tradicionales basadas en la producción y el consumo de materias primas. Sus características clave incluyen:

  • Uso intensivo de redes distribuidas.
  • Límites tenues entre la producción y el consumo.
  • Énfasis en la colaboración y en repetidas interacciones en lugar de consumo por la propiedad.

Gran parte de esta economía se forma alrededor de sistemas distribuidos, en lugar de estructuras centralizadas. Maneja una complejidad no medida por la estandarización y simplificación central, sino por la distribución compleja de márgenes, considerando desde los agentes locales, a los trabajadores de las plantas de producción e incluso a los consumidores, de forma que el papel que los consumidores juegan cambia de un rol pasivo a activo por derecho propio.

Las compras de consumo, que eran punto final del proceso de producción en masa, se redefinen como parte de un proceso circular de la producción doméstica y de re-producción, creando multiplicidad de nichos de consumo y una extraordinaria capacidad de personalización.

El mundo cooperativo no está en la nueva economía social… o lo está de forma residual o intelectual… o en geografías muy distantes. ¿No es una paradoja?

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Para abrir la reflexión sobre el procomún, me parece interesante leer con calma un artículo de Joan Subirats, publicado en la revista Nexe de la Federación de Cooperativas de Trabajo de Cataluña, del que entresaco y resumo a continuación algunos párrafos, entremezclados con aportaciones personales.

Al hablar de los bienes comunales o del procomún, estaríamos refiriéndonos a bienes, recursos, que más allá de la propiedad o de la pertenencia, asumen, por su propia vocación natural y económica, funciones de interés social, sirviendo directamente los intereses, no de las administraciones públicas, sino los de la colectividad y de las personas que la componen.

De esta manera, los bienes comunes exigen una forma de racionalidad diversa de la que ha dominado tanto tiempo la escena del debate económico, social y político: a la lógica binaria que obliga a escoger entre propiedad pública o privada. En este caso, la directa relación entre bienes comunes y personas de la colectividad, nos habla de necesidades que no encuentran respuesta en la rigidez que implica la estructura de propiedad. No estaríamos hablando de “otro” tipo de propiedad, sino de lo opuesto a la propiedad, siendo el factor de la no transmisibilidad de los bienes comunes un elemento clave en el debate.

Si hablamos de bienes tangibles, ha de quedar claro, por otra parte, que estamos hablando de un tipo de bienes que no son universales, en el sentido que puede haber personas o colectivos que de alguna manera sean excluidos de los “bienes comunes”. Un tipo de bienes que, en este sentido, son “privatizables”.

Pero los intangibles cobran en nuestra época un valor nuevo y diferencial: “cultural commons”, “market commons”, “neighborhood commons”, “knowledge commons”, “social commons”, “infraestructure commons”, “global commons”… Lógicamente, una perspectiva como la de “knowledge commons” es transversal y por tanto está presente en las demás orientaciones o especialidades. El interés está en detectar y compartir prácticas que construyan “procomún”, evitando procesos de mercantilización, estatalización o dependencia, poner en valor prácticas de colaboración distribuida, poner en común situaciones de fracaso o procesos fallidos de los que aprender, aprovechar la voluntad de construir procesos de educación cívica y comunitaria…

Es en este punto crucial, cuando Internet representa una palanca multiplicadora evidente de ese potencial de los “commons”. El propio diseño de Internet, su capacidad para reducir enormemente los costes de la conexión y la interacción y su capacidad para mejorar sobre la base de la cooperación entre sus usuarios, ha generado una renovación evidente del potencial de lo común. La innovación cooperativa, la creación cultural colectiva, encuentra en Internet una oportunidad única para multiplicarse y desplegarse.

Se logra innovar cooperando, cambiando la lógica del mercado en el cual la innovación está directamente vinculada a la competencia y por tanto a la no cooperación, sin que ello no quiera decir que esa misma capacidad no pueda ser fácilmente mercantilizada o utilizada (como algunas técnicas de crowdsourcing demuestran, o la constante batalla por apropiarse de las innovaciones por parte de los operadores mercantiles).

Hay una convergencia, nada desdeñable, entre los valores y principios que han inspirado e inspiran a la dinámica de la economía social y solidaria, los que históricamente han propiciado el surgimiento y mantenimiento de los bienes comunes de base ambiental y territorial, y las nuevas dinámicas que van emergiendo y cristalizando en torno a los escenarios tecnológicos y digitales.

Y es que además, y en el fondo… ¿no es una cooperativa, en sí misma y como entidad jurídica, un procomún gobernado y gestionado por quienes en cada momento son sus socios?

¿No merece una reflexión profunda y una mirada desde lo pragmático, al significado actual y las oportunidades que se abren en torno al procomún?

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Cambio de tercio… y hablemos brevemente de la Universidad.

Solo un brochazo, para no pisar el capítulo sobre educación…

¿Cómo es posible que nuestra Universidad no esté al frente del movimiento a favor de poner a disposición de la sociedad, en abierto, los contenidos que desarrolla? ¿Cómo se explica que las universidades de mayor prestigio en el mundo estén encabezando, de manera intensa y sorprendente, este movimiento tan alineado con la función universitaria por antonomasia?

¿No debería ser ésta, además y desde la lógica puramente empresarial, una excelente puerta de entrada para el talento que más allá de nuestras fronteras quiera incorporarse al modelo cooperativo… o directamente colaborar con él desde nuestras implantaciones internacionales?

¿No es ese un puro ejercicio de transformación social, en definitiva, alrededor de cualquier lugar en donde nos encontremos?

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Terminemos este largo artículo hablando también brevemente de la que se conoce como «sharing economy«… o, de otra manera similar «economía colaborativa«, aunque el fenómeno quizá se encuentra mejor reflejado en la expresión anterior.

El «sharing» se basa en algo tan simple como que el propietario y usuario particular de un activo decida compartirlo a cambio de una compensación del coste por uso, obviamente sin perder la propiedad. La diferencia con los modelos de alquiler tradicionales es que no hay una actividad empresarial que posea ciertos activos para la renta, sino que son personas que individualmente conectan sus propias posesiones a una red al alcance de otras personas que los pudieran usar. La diferencia es, por tanto, su dimensión social.

Déjenme decirles que, desde la expansión de los conceptos económicos ligados al capitalismo y al denominado socialismo real, no ha existido probablemente ninguna alternativa a las anteriores que haya alcanzado el impacto que, desde el arranque de la crisis mundial de 2008, ha significado y sigue significando la explosión de la «sharing economy».

Baste decir que Price Waterhouse Coopers estimaba en un amplio y reciente estudio que la «sharing economy» alcanzará una cifra de negocio de cerca de 350 mil millones de dólares en tan solo 10 años, cifra que se compadece bastante bien con otras estimaciones también recientes y de fuentes diversas.

No es momento ni lugar para entrar en materia, pero si se han preocupado alguna vez, mis queridos lectores, de acercarse a este fenómeno y tratar de entender qué es lo que está pasando… habrán llegado probablemente a la conclusión de que no es lo mismo Uber que BlaBlaCar, que no es lo mismo Crowdacy que Goteo, o que no es lo mismo Yeloha! que airbnb.

La controversia actual y probablemente lo que determine el futuro a corto plazo de estas iniciativas (que en el tiempo terminarán por asentarse, sin duda, en mi opinión) tiene en buena parte que ver con modelos de negocio diferentes, en que estas empresas de intermediación son exclusivamente eso… o son en realidad las prestatarias del servicio y las propietarias del contrato con el usuario final.

En este último caso, que responde al combatido paradigma de Uber, los poseedores de los activos actúan como meros prestamistas autónomos, trabajando para Uber. En estos modelos, nada garantiza la prestación social de los «trabajadores» (que deben asegurarla por sus medios), desaparecen los costes financieros (los activos los compran quienes los «prestan») o de mantenimiento, no hay capacidad de sindicación y por tanto de negociación colectiva… y la riqueza se dispara imparable en la empresa contratante a medida que crece, mientras que se mantiene estable en quienes poseen el bien que se comparte, que crecen en número pero no en ingresos.

Para muchos países, el modelo Uber no tiene nada de ilegal… y no seré yo quien defienda a ciertos gremios desbordados por el avance de la tecnología y los cambios en los hábitos de consumo, que no acaban de entender que su mundo está abocado a cambiar, o que en algún caso han hecho apuestas equivocadas porque ya no son su tiempo…

Pero dejo una reflexión que me parece importante: ya que este es un modelo económico que se está asentando con velocidad en nuestro mundo, ¿no deberíamos impulsar la formación de organizaciones cooperativas entre los propietarios de los activos a compartir? Ello redundaría en reinversión de los beneficios en sí mismos y en la sociedad, en aseguramientos y protección colectivos, en modelos socialmente mucho más sostenibles, comprometidos además en que parte de la riqueza generada revierta a la sociedad. Es más, dando una vuelta de tuerca adicional… ¿no deberíamos pensar en la figura de las cooperativas de consumo para ello?

En definitiva y como ya se empieza a escuchar desde alguna voz… ¿qué les parece si lideramos el cambio de la «sharing economy» a la «cooperative economy»?

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