Aunque a veces no lo parezca mucho en este «mundo covid» en el que estamos metidos, en mi entorno acaba de arrancar una campaña electoral, lo que unido a la actividad política más reciente, me ha dado estos días numerosas ocasiones para sorprenderme (aún), irritarme (¡aún!) o incluso divertirme (el estadio final) por el uso de la mentira en el mundo de la política.
Así que dada la enorme diversidad, intensidad e impacto de las señales que me han llegado, he pensado, queridos lectores, que bien podía establecerse una especie de baremo moral de la mentira en la política, porque como en todo en la vida… hay grados. 😉
¿Vamos con ello?
Quede por delante que no pretendo categorizar de manera académica el asunto ni convencer de nada a nadie, ni por supuesto necesito que se comparta el punto de vista, que no va más allá de ser una liviana reflexión sobre la marcha de las emociones.
A ver qué les parece…
1 – La falsedad de los programas electorales
Bueeeeno… esta es casi ya una mentira infantil, parte del paisaje. Quizá, puestos a ser dogmáticos, sea el principio de todo, la base moral que permite todo lo demás, pero no sé… llegados al punto al que hemos llegado, casi me parece algo tolerable por comprensible.
Sé que un programa podría leerse como une especie de contrato establecido con la ciudadanía, que a cambio de su voto a un partido determinado podría habilitarla para exigir su cumplimiento, pero en realidad… ¿quién es la ciudadanía? ¿Quién ha firmado nada? ¿Quién hubiera firmado el 100% del programa de un partido político, sea el que sea, tras un esfuerzo honesto de análisis crítico del mismo?
Y aunque hubiera alguien… la vida política raramente da capacidad absoluta de maniobra a nadie, por ausencia de mayorías, por los equilibrios que deben guardarse con los restantes poderes y mecanismos de control del estado, por las normativas legales que regulan los cambios y la forma en que uno está autorizado para activarlos, por la necesidad de pactar con otros (que siempre implica renuncias a ambos lados que no es posible saber por dónde se concretarán) o sencillamente porque no hay dinero para todo.
Además… se supone que parte de la ética política consiste en que, alcanzadas las responsabilidades de gobierno, éstas deben ejercerse desde la visión propia de las cosas (para eso le han votado a uno), pero sin desatender los legítimos intereses de toda la ciudadanía y no solo de los votantes acólitos. Hacer lo contrario suele ser un ejercicio de sectarismo que en mi modesta opinión no conduce a sociedades estables y prósperas.
Así que dicho esto, las campañas electorales son como un reality show de televisión: no se trata de mostrar lo que piensas o lo que eres, sino de que lo que haces o manifiestas sea atractivo para la audiencia (sea o no real). Es un concurso, a ver quién gana… y la verdad solo sirve en cuanto sirva a la táctica de combate.
Ya sé, ya sé… tienen ventaja quienes saben que no van a ganar, porque para crecer pueden prometer kilos de oro para todos, sin que nadie les llegue a pedir nunca cuentas… pero es lo que hay.
Aprendí en su día la frase de que «mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con voluntad de engañar»… y en realidad, con los programas electorales ya nadie trata en el fondo de engañar a nadie: sencillamente, y quizá con la excepción de cada hornada adolescente recién llegada al cuerpo electoral, todo el mundo sabe que no se van a cumplir.
2 – La mentira dialéctica
Pónganse en el último debate electoral que recuerdan, o en el último debate parlamentario del que guarden alguna referencia.
Es casi seguro que hayan advertido que en el debate, alguno de los contendientes utilizara datos o informaciones que, por decirlo de algún modo, no se compadecían fielmente con la realidad. De hecho, el análisis de las falsedades vertidas en un debate ha acabado por convertirse en un clásico de la prensa del día después.
Quiero disculpar (en muchas ocasiones) esta práctica. Por una parte, salvo contadas excepciones es imposible tener todos los datos relevantes de cualquier tema dentro de una sola cabeza. Y por otra, en un debate siempre hay un intento por fundamentar las opiniones con datos y en ocasiones se argumenta con valores aproximados que tienden a la exageración, porque en caso de duda… la lucha dialéctica y la rotundidad del mensaje transmitido prevalecen. 😉
Incluso la presentación de datos en una forma diseñada para que mejor defienda una posición de debate (no datos falsos, pero incluso sí seleccionados) me parece un recurso lícito, de la misma forma en que lo es en un debate de posicionamiento en una empresa o en una comunidad de vecinos, porque se trata de usarlos para reforzar lo importante, que es una posición de debate o un diagnóstico de situación, que como concepto va más allá de la exactitud precisa de los datos de soporte… siempre que no se falseen justo para demostrar lo contrario de la realidad, claro está.
No me malinterpreten, no digo que esté bien: en demasiadas ocasiones, las medias verdades o la falsedad de los datos llegan muy cerca del borde de lo tolerable desde criterios de fair play…
Solo digo que lo entiendo desde el terreno de la dialéctica… y que si no se desbordan los límites de la falsificación intencionada, con eso estoy dispuesto a convivir. Lo consideraré parte del juego. 🙂
3 – El populismo como práctica política
Podríamos focalizar el ejercicio del populismo también en una época de campaña electoral, pero déjenme decirles que este asunto la desborda y puede afectar directamente a la acción política prolongada en todo un periodo de estancia en la oposición… e incluso en todo un periodo de acción de gobierno.
Y por extensión, a un modo general de estar en política.
Combinado con la primera categoría, responde a la cara refinada de la estrategia electoral (muchas veces permanente) de los partidos y dirigentes políticos, pero el uso de la mentira en esta dirección tiene ya un perfil perverso…
No me refiero al pensamiento sectario. Cada persona tiene perfecto derecho a pensar como le parezca más oportuno y considerar que todos los demás están equivocados, e incluso a pretender que su pensamiento se imponga como pensamiento único en caso de alcanzar responsabilidades de gobierno… aunque como ya he mencionado antes, a mí me parezca eso un cáncer para la sociedad.
Me refiero a utilizar conscientemente medias verdades (información sesgada) o diseminar directamente falsos hechos (fake news), con el propósito de activar los resortes emocionales más sanguíneos del ser humano, de generar un clima social favorable a intereses partidistas ofreciendo a muchas personas solo lo que alimenta su visceralidad (lo que lleva a identificar enemigos y establecer muros infranqueables) y de adormecer así su visión crítica o su capacidad de análisis independiente de los hechos, pasando de ciudadano común a irreflexivo militante.
El uso de la mentira se convierte aquí en algo mucho más grave, porque nace no del deseo circunstancial de movilizar el voto de las personas ideológicamente más o menos afines en unas elecciones, sino de la voluntad de manipular la libertad de pensamiento de grandes masas de la sociedad, desde el uso fraudulento, interesado y consciente de la verdad.
El populismo no siempre se ocupa de mentir, sino que a veces le basta seleccionar la realidad que transmite, ocultar la que no interesa, no contar la que genera contradicción o duda razonable… y apelar a los estados emocionales más básicos para unirlos frente al enemigo común y al lado de esa «media docena de recetas» que parece terminarán con todos los problemas. Y dejar que eso se instale en el imaginario colectivo (o provocarlo)… es una forma de mentir.
Esta acción política se diseña en las estructuras de dirección de los partidos y se gestiona y despliega conscientemente, a través de redes sociales, medios de comunicación e incluso «organizaciones ciudadanas» satélite, como herramientas de manipulación (más allá de la lícita exposición de la opinión política), lo que a mí me repugna particularmente porque, en mi opinión, parte de asumir que los ciudadanos son en general bobos y dependientes… pero sobre todo porque socava poco a poco, pero consistentemente, la confianza económica y social de la ciudadanía, imprescindible para el crecimiento y desarrollo armónico, sostenido y solidario de una sociedad.
Quizá se estén situando mentalmente en cualquiera de los extremos del abanico político. A veces es lo más visible… pero tengan cuidado, porque no hablo de ideología sino de la forma que que ésta trata de ser impuesta desde la acción política. Y aunque concluyan que el populismo es la forma natural de ser que hoy se observa en alguna opción concreta, su raíz penetra con facilidad en el corazón de todos…
4 – El fraude en la negociación
Esta es una «mentira de familia», una mentira entre políticos: todo queda en casa.
Los acuerdos entre partidos son una de las grandes claves de la praxis política en los parlamentos. La elección de los órganos de gobierno de los poderes del estado, la selección de los miembros de los mecanismos de control, la aprobación de mociones, leyes y reglamentos, la aprobación de los presupuestos anuales, la configuración de mayorías parlamentarias o la investidura de gobiernos se deciden casi siempre en base a negociación entre las fuerzas políticas, forzada por la necesidad de alcanzar mayorías simples o cualificadas según el caso, o conducida por un simple intercambio de intereses.
La negociación política, por su propia naturaleza de búsqueda de ventaja frente al adversario, tiende a ser en sí misma una inmenso campo de cultivo para la mentira: por la información que se oculta a la ciudadanía y al resto del arco político de la letra pequeña y secreta de un acuerdo, por la forma en que se «visten» o «traducen» las cesiones, por el «cambio de chaqueta» frente al discurso público hasta entonces sostenido, que se explica justificando lo injustificable a cambio de prebendas innombrables…
En la mezcla entre el «decido hacerlo» y el «que no se sepa» está la clave que lo estropea todo.
El problema se agrava cuando, en el proceso de negociación, alguna de las partes cierra acuerdos con la decidida vocación de no cumplirlos.
Dado que es una «mentira de familia», el asunto no debería tener mayor trascendencia, pero sí la tiene, porque deteriora la confianza para el futuro: impide la continuidad de las dinámicas de acuerdo, establece el recelo como pauta de comportamiento y radicaliza las posiciones políticas, contaminadas por la desconfianza incluso a nivel personal, hasta extremos difíciles de corregir salvo por la desaparición de sus protagonistas del escenario político.
Y ese no es el mejor escenario para el progreso de la cosa pública, ¿no creen?
5 – La mentira como defensa personal
Cuando uno se embarca en un puesto de responsabilidad, a cualquier nivel, es inevitable equivocarse. Más allá de eso están las actuaciones irresponsables, imprudentes, temerarias o incluso delictivas en que uno pueda incurrir, por acción o por omisión.
Pero en uno u otro caso, lo que en cualquier trabajo de responsabilidad tiene unas consecuencias más o menos homogéneas y reconocibles para cualquier sector, en la política cuenta con un factor adicional de enorme trascendencia, que complica aún más todo: la opinión pública.
Y es que las consecuencias de un error o de una imprudencia se pagan aquí también con el control y la petición de cuentas de los adversarios políticos, de forma pública y manifiesta… lo que puede costar votos, la «vaca sagrada» de la política… y en derivada el puesto, porque desde arriba siempre se ve una línea roja a partir de la cual te van a dejar caer para protegerse a sí mismos.
¿La primera reacción? Mentir como bellacos… 😀
El «no estaba allí», «yo no intervine», «fueron criterios técnicos», «es competencia de otros» o «yo no sabía nada» son diversas fórmulas de «quitarse un muerto de encima» aún a costa de que el que pringue sea otro, normalmente de un escalafón inferior, mientras pueda aguantarse.
Se llega hasta borrar rastros (correos, mensajes), corregir registros o hasta manipular declaraciones y voluntades (incluso delante de un juez) para retorcer la verdad y librarse de toda consecuencia personal, casi siempre, cuando sucede, bordeando los límites del delito.
La mentira defensiva se produce incluso cuando no hay nada ilegal o directamente imputable al sujeto en cuestión, créanme: basta que haya algo censurable en un familiar o un amigo, algo que desafíe lo que en cada momento sea «socialmente correcto», para que el aludido intente zafarse pública e improvisadamente del tema a través de la negación y la mentira. ¡Qué torpeza! La dimisión, entonces, resulta paradójicamente más fácil que llegue, no por haber hecho nada malo, sino por haber mentido públicamente para defenderse de algo de lo que, en realidad, no se tenía por qué defender, ¿verdad?
Le será sencillo a cada uno de ustedes recordar numerosos ejemplos en cualquier dirección, en función de su pensamiento político, pero convendrán conmigo, ahora que estamos cada uno a solas con nuestras reflexiones, que ejemplos se pueden encontrar en todo el espectro, porque corresponde a la mezcla de la naturaleza de la política y de la propia condición humana.
En cualquier caso, la mayoría de las veces es una mentira gremial… así que no le dedicaré más espacio.
6 – La mentira como tapadera de corrupción
En realidad, toda corrupción comienza por una mentira (una decisión injusta a sabiendas de serlo que necesariamente debe ser comunicada como si no lo fuera), pero termina por ser solo el inicio de una cadena de mentiras que engorda indefinidamente… y que se acelera en la medida en que algún cabo suelto dé ocasión para que la prensa o algún juzgado tiren del mismo.
Entramos en el capítulo de las cosas serias, porque cuando hablamos de corrupción hablamos de delitos.
Soy de los que cree que, una vez entrado en el círculo de la corrupción, nadie puede dejar las cosas circunscritas a un hecho aislado: quienes se implicaron en ello no tardarán en hacer que solo sea un primer paso, con lo que el tamaño del engaño, aunque en silencio, solo crecerá.
Pero cuando ese cabo suelto se descubre y se va tirando de él, de lo que ya no me cabe ninguna duda es de que se multiplica y diversifica: se miente al partido, a los compañeros, a la sociedad, a la familia, a los amigos, al Parlamento, a la prensa, a la policía, al juez… e incluso al abogado que te tiene que defender. Si hace falta, se construye una mentira sobre la anterior. Se miente… y si hace falta se fuerzan mentiras ajenas y se hace todo lo posible para que no se descubra la verdad.
En buena medida, tiene mucho que ver con la visibilidad pública de la política: también la mentira responde aquí a un comportamiento muy humano.
Pero sobre este caso… no es posible ninguna compasión.
Y no parece necesario añadir mucho más…
7 – La mentira como arma de destrucción del adversario político
Entramos en la última categoría, pero a la vez la que personalmente me resulta más repugnante de todas las que se me ocurren.
Y existe.
Se trata de diseñar una operación de desprestigio y destrucción de algún adversario, a nivel personal, con el único fin de obtener un rédito político. Todos hemos conocido o intuido ejemplos, creo que coincidirán conmigo en ello.
La mentira se profesionaliza, se diseña cuidadosa y sistemáticamente, se despliega de forma sostenida en connivencia con las «cloacas» del estado, de la administración, de los poderes paralelos o de las organizaciones de agitación de la opinión pública, según el caso. Se utilizan torticeramente medios de comunicación e instituciones como la justicia, filtrando informaciones parciales, no verificadas o abiertamente falsas, manipulando supuestas pruebas o inventando conscientemente hechos inexistentes con el frecuente propósito de desprestigiar una institución, pero usando, como medio para ello, la destrucción de la carrera política y la vida en general de una persona.
El ejercicio del poder ciega… y el lado oscuro de la política existe, es activable y ejerce una atracción poderosa para quien sabe que lo tiene a su alcance.
A veces, ese entramado conspiranoide se construye sobre una verdad indeseable intuida, pero no demostrada, a modo de proceso justiciero. Pero para mí no hay diferencia, porque el método es tan profundamente inmoral, el objetivo de destrucción de la persona es tan nauseabundo, que debiera ser penado judicialmente al nivel del delito de tortura.
Tal vez piensen que me he pasado tres pueblos… pero si creen en el in dubio pro reo, vuelvan a pensarlo y díganme si no tengo razón…
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¿Se les ocurre algo más?
Sin llegar a los últimos extremos, ¿habían pensado en esa cierta «naturalidad» de la relación entre mentira y política que, si se desea evitar, exige una implicación personal permanente y consciente?
Por eso es tan importante, como ya a veces he defendido en esta modesta bitácora, proteger la independencia de los mecanismos de control (formales e informales) en una democracia. Para que, al menos, si alguien trata de sacar ventaja en la política desde el ejercicio de la mentira, sólo los muy listos o con mucha suerte lo consigan. 😉
Y mientras tanto… pues así estamos.
Cuando la ideología política se sitúa por encima de la vocación de servicio, pasan estas cosas. Con el efecto añadido de que un panorama así… desincentiva a muchas personas valiosas a dar un paso hacia el gobierno de lo público.
Y es una pena, porque el efecto es difícil de disolver. 😦
Hay generaciones que tienen la suerte de convivir con dirigentes políticos cuya acción, más allá de ideologías o intereses espurios, está guiada sobre todo por la vocación de dejar un gran legado para las generaciones venideras.
Quizá nosotros tengamos que esperar a la próxima. 😉
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