Vibraciones: el último acto

Es el tercer día de trabajo tras las vacaciones. Las ocho y media de una mañana soleada pero ya fresca. Conducir hacia planta es en estos días un ejercicio a ratos incómodo, porque el sol se empeña en colocarse a una altura que, enfrentado a él, obliga a sacar las gafas de sol o a entornar los ojos para ver el mundo por una rendija.

La mujer tendría cerca de 90 años. Menuda pero de movimientos aún enérgicos, pelo corto y cano, falda clara y blusa estampada en colores suaves pero alegres.

Él, con una camisa blanca blanquísima, caminando un metro por detrás.

Con su bastón, ella tentaba la pequeña pendiente que llevaba al paso de cebra por el tramo de acera recién recortado.

Luego se colocaba perfectamente perpendicular a la calzada y se detenía, en esa posición ya obligada para girar la cabeza y observar con seguridad, mientras aquel sol, todavía perezoso de levantarse, dibujaba sus sombras infinitamente alargadas.

A esa edad, uno tiene que ser consciente de estar representando su último acto en «el gran teatro del mundo», no como una vivencia trágica, sino desde la sencillez de lo inevitable.

Minutos más tarde, mientras la mente se diluía y dejaba de pensar en ello, sólo la película grasa que va matizando con los días la transparencia del parabrisas tamizaba un magnífico espectáculo de colores y luz blanca a los bordes de la crestería del Anboto.

A mi alrededor, multitud de objetos construidos y personas cruzándose fugazmente en sus vehículos con el mío, en un juego de promesas tácitas que es el que nos permite en todo instante confiar en que nada va a pasar. Cada una comenzando también un día dedicado a trabajar, discutir, reflexionar, amar… y conversar en mil formas diferentes para hacer cosas importantes, para creer que lo son, o para pensar que no merece la pena…

El ser humano es capaz de hacer cosas extraordinarias. Su propia existencia es incomprensible.

Stephen Hawking acaba de descartar a Dios como creador del mundo, pero la duda existencial… en modo alguno desaparece. Así que despojada la reflexión de toda filosofía y razonamiento lógico, en ese momento en que sólo me quedaba lo que  sale de dentro, pensé… que por dios que tiene que haber algo cuando esto se acabe…

No puede ser todo esto la simple evolución de una casualidad.

Poco después cruzaba el alto de Kanpazar y la niebla cubría por completo el valle de Lenitz. Comencé a pensar en mi trabajo y se acabaron mis veleidades existenciales.

Pero hoy me he acordado de ellas.

Y hay otros dándole vueltas también al asunto, aunque de otra manera

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La imagen del Anboto, de Igertu, la encontré aquí.

3 comentarios

  1. Hola Jesús,

    Acabo de descubrir tu blog a través del Linkedin.

    La verdad es que ha parecido inspirador tu último post, y bien cierto es, que mucho entramos en esos estados meditativos después de un cambio de actividad habitual.

    Mis reflexiones van más entorno a los creadores actuales. Esta de-mode Stephen 😉

    Seguiré leyendo tu blog atención.

    un saludo,
    Roberto

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    1. Hola, Roberto… y muy bienvenido a esta casa.

      Cierto, cierto… estos momentos de retorno son propicios para meditar.

      De todas formas, si aguantas el tiempo suficiente en estas páginas, verás que con cierta frecuencia me salgo de la parte más profesional para ocuparme de cosas que, simplemente, me apetece escribir.

      La verdad es que no sé dónde estará Hawking en la escala del pensamiento actual, pero cierto es que hacía mucho tiempo que no ocupaba huecos en el mío.

      Lo cual, de todas formas, no sé si es bueno o si es malo.

      Gracias por tu comentario… y por tu atención.

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