Reflexiones: la dimensión de la tragedia

La crisis se ha convertido en un mantra negro que se ha adherido a nuestro cuerpo y del que no vemos forma de escapar.

caldero'La definición de crisis que aparece en la Wikipedia, así, sin «desambiguar», es descriptiva de una situación que inevitablemente nos coloca en el mismo centro de un caldero en plena ebullición, un punto desde el que cualquier dirección que tome nuestra mirada está exenta de pistas para orientarnos y en donde cualquier camino que tracemos carece de horizonte visible y parece desatar las mismas alarmas.

Pero esa incertidumbre, cuyas impredecibles burbujas parecen al principio de naturaleza volátil aunque amenazante, con el tiempo va ganando en densidad y aparece como la cerveza más negra, como un chocolate que espesa al enfriarse y en el que desplazarse cuesta cada vez mayor esfuerzo hasta el punto de que la tentación de quedarse quieto se convierte en la única opción deseada.

A medida que cada ingrediente absorbe caldo, precipita hacia el fondo, aporta al cocido espesura… y pierde sabor personal.

Esta es una dimensión de la tragedia de la crisis económica que subyace a los datos de portada de cada día, a la evolución de los parámetros macroeconómicos, a la discusión social o política, a la vida y desaparición de empresas o incluso a los casos personales que, por su impacto, riegan pertinazmente los medios de comunicación. Es una dimensión sorda, porque afecta individualmente, aunque en distinto grado, a todos y cada uno de los que vivimos aquí, afecta a las posibilidades que vemos para conducir cualquier futuro.

Hace casi dos años volví impactado de un viaje a Barcelona. Desde el primer taxista que nos llevó del aeropuerto a la ciudad, hasta el último que nos llevó hasta el vuelo de regreso, todo el mundo nos habló de lo mal que estaba la situación económica en Cataluña y en particular en Barcelona.

taxiBCN

Entonces, los niveles de desempleo aún provocarían la envidia de quienes vivían en los territorios más al sur del estado, pero créanme que la atmósfera que se respiraba en Barcelona (y que aún hoy se respira) era deprimente: «todo se está destruyendo, la gente no tiene trabajo, todo va a peor, mucha gente se está yendo, los políticos no hacen nada, esto está fatal, para el taxi la ciudad ha muerto, esto va a reventar por algún lado…».

Curiosamente y desde entonces, la única nota positiva que he recibido en varios viajes a Cataluña procede de otro taxista, un paquistaní que nos contaba con cierto orgullo que ya eran 5.000 los paquistaníes con taxi en Barcelona. Y eso me llevó a recordar que una de las grandes diferencias en cómo vivimos lo que nos sucede está en las expectativas defraudadas; que en la espera pasiva, la sensación de pérdida es más negativa que lo que pueda indicar la realidad de los hechos…

La pérdida material

Cierto es que el impacto no puede (ni debe) igualarse. Nadie ha escapado sin consecuencias de esta etapa y de una u otra manera, la crisis ha afectado a nuestras costumbres, a hábitos que nunca nos habíamos cuestionado y a los que hemos tenido que renunciar, a privilegios y comodidades que ni siquiera reparábamos que lo fueran. Pero para algunas personas, en un número creciente, ha supuesto aproximarse demasiado o entrar de lleno en situaciones que bordean la pobreza.

Volvamos primero a la dimensión individual de la crisis y hablemos para empezar de la universalidad: ¿piensan que exagero, que hay mucha gente que conserva su trabajo y que no ha notado cambios significativos en su vida?

La verdad es que pueden fundamentarse bastante certeramente las razones por las que todos nos sentimos empobrecidos. Y es básicamente porque es verdad.

La mayoría de nuestros salarios se consumen en gastos que hemos ido consolidando como costes fijos: la comunidad, el club o el txoko, suscripciones y abonos, la hipoteca, el colegio de los hijos, las extraescolares, las pagas semanales, un modesto servicio doméstico, el gas y la electricidad, el agua, el seguro del coche, los kilómetros de combustible y los peajes de autopista hasta el trabajo, el comedor laboral…

Si a eso le sumamos alimentación y vestido, todo lo que queda es lo que destinamos al ocio y al ahorro.

¿Me admiten como hipótesis que eso sea un 20% de los ingresos?

Pues verán…

Cuando uno admite rebajarse un 8% el salario, o se queda sin una paga extraordinaria, o deja de cobrar la retribución variable… o todo a la vez, toda esa reducción no sale en la realidad práctica del total del salario, sino que hay que sacarlo de ese 20%.

Y en ese entorno, el IPC no se da por enterado… y además, los impuestos suben.

O sea, que esa reducción de un 8-10-15%… significa dividir por dos (o mucho más) el gasto variable disponible. O anularlo por completo. Significa, de partida, dejar de ahorrar. Enseguida, tener que decidir si prescindir del ocio o tirar de lo ahorrado antes. Y según el ahorro decrece, revisar los hábitos de alimentación y vestido… y hacer limpieza de algunos fijos que, en estas circunstancias, quizá nos parezcan todo un desperdicio.

Y eso se nota, ¿verdad que sí? Y lo peor… es que eso es un privilegio.

pobrezaPorque cuando eso es insuficiente, o cuando los ingresos no se reducen sino que desaparecen (la sombra del desempleo es muy alargada), la eliminación de esos costes fijos llega a elementos de desintegración social. Cuando ya nada queda por suprimir y las deudas afectan a las hipotecas o a lo que debemos a los demás, el equilibrio familiar y social se desmorona alrededor de cada ser humano.

Y es entonces cuando la crisis asoma sus rasgos más trágicos, con situaciones que me ahorro describir porque están en la mente de todos.

Puede ser verdad que muchas personas asumieron riesgos que no estaban en situación de asumir. Quizá sea cierto que muchas familias tradujeron alegre e irresponsablemente que tener los mismos derechos significaba tener derecho a la misma calidad de vida material que cualquier otro, independientemente de su seguridad hacia el futuro, de la estabilidad de sus ingresos o de su empleabilidad…

Personalmente creo que eso ha ocurrido en muchos casos… y que en muchos otros no. En otros, solo pusieron sobre la mesa riesgos que eran asumibles con aparente sensatez: la dimensión y duración de esta crisis ha alcanzado también a personas que han actuado con prudencia y honestidad, si lo valoramos en lo que han sido los estándares de nuestra sociedad.

Pero aún más… Unos y otros, con errores mayores o menores, o sin ellos, están (junto a todos) en el corazón de un profundo socavón sistémico aderezado por comportamientos indignos o irresponsables de nuestras estructuras políticas y sociales, en una posición que exige que demostremos, más que nunca, que disponemos de mecanismos de cohesión social y que si no son suficientes estamos dispuestos a incrementarlos, porque el sacrificio debe compartirse aunque sea desigualmente (porque en los resultados individuales, desigual es la sociedad y desiguales somos las personas)… pero compartirse.

Y junto a la solidaridad necesaria, la radical exigencia.

Porque la insensibilidad es patente entre muchos con responsabilidades en la conducción del esfuerzo solidario.

La pérdida social

Me refiero a lo social en toda su dimensión: a las estructuras de poder a cualquier nivel (legislativo, ejecutivo y judicial), a los agentes sociales (sindicatos, patronales y partidos políticos), al tejido empresarial (banca, industria, comercio y asociaciones), al mundo de la cultura y el espectáculo (agentes y lobbies), al cuarto sector y las ONG, o al sector público (administración, organismos y empresas).

Los tiempos de vacas gordas daban para que, como en las familias, muchos de los elementos de esta dimensión social interiorizaran que vivíamos en un mundo de capacidad infinita.

Pero en estos casos, con existencias al abrigo del dinero de todos, subvencionados, protegidos o con asignaciones presupuestarias de dinero público y con las personas mirando hacia otro lado porque había para todos… el desperdicio, la estulticia en el gasto, el despilfarro y hasta directamente la malversación, el soborno y la estafa han ido ganando un terreno de cuya magnitud hoy nos asombramos.

Mirando hacia atrás, yo al menos veo la actividad pública de estos agentes como una praxis endógena y exhibicionista, plagada de actividades corporativistas, declaraciones inútiles, desvergonzadas posiciones populistas, propuestas conscientemente tendenciosas… y siempre acciones y omisiones encaminadas a preservar el statu quo, aprovechando la inacción cuando no estupidez colectiva.

No es que la crisis haya generado la enorme pérdida de confianza en las estructuras sociales que hoy lamentamos, pero nos ha hecho conscientes a todos de que eso se había producido… y la ha reforzado con evidencias incuestionables y dolorosas.

No quiero identificarme con ello con ninguna ideología: la crisis es general y no distingue muchos colores.

15MTampoco me identifico con quienes vieron (y ven) en movimientos como el 15M una vía de futuro: para mí no es sino una burbuja insostenible, porque el stablishment que no está en el poder oficial se apropiará de ella y la adoptará travestida a sus intereses, pero sobre todo porque es insostenible, porque se basa en una emoción de quiebre, de «basta ya», que no es soportable infinitamente por personas normales cuya labor ordinaria en la vida debe ser y es otra bien distinta.

Entonces… ¿qué queda por hacer?

Yo creo que la democracia, en la forma en que la hemos ido dibujando en occidente, tiene mucho de salvable. Y además me gustaría que su evolución no repitiera hechos traumáticos de la historia, donde quizá muchas revoluciones condujeron al progreso con el tiempo, pero pasando por generaciones de penuria y sufrimiento que afortunadamente fueron capaces de ahogar los frutos perversos de aquéllas.

Creo que es tiempo de que quienes manifiestan su vocación política como afiliados a un partido o su compromiso social como miembros activos de una organización no gubernamental o a una asociación profesional, tomen la iniciativa.

Creo que es hora de que se produzca una rebelión dentro de esas estructuras que vertebran ordenadamente la acción social, una rebelión que conduzca a implantar verdaderos mecanismos internos pero independientes de vigilancia ética de los comportamientos de quienes ostentan responsabilidades sobre dineros públicos o compartidos.

En las policías de todo el mundo se les conoce popularmente como los de «asuntos internos». De alguna manera, en las cooperativas es el papel de la comisión de vigilancia y, en cierto modo, hasta de los consejos social y rector. En algunas empresas se llama comité de ética. Creo que, por ejemplo, en los partidos políticos debería haber comités de vigilancia o de ética formados por afiliados de base, sin cargos y sin remuneraciones, que tuvieran capacidad y competencia para auditar las cuentas del partido y pedir cuentas de ello a sus responsables. Creo que deberían exigir que sus partidos incorporaran a sus programas la implantación de listas abiertas. Creo que deberían imponer la limitación en el tiempo también de cargos internos.

Pero más allá de mis opiniones y de su opinión sobre ellas, que hoy no vienen al caso, me gustaría destacar que la dimensión de la pérdida de confianza en las estructuras sociales es enorme y difícilmente reversible en amplias capas de la ciudadanía: habrá generaciones cuyo desencanto les acompañe hasta el final de sus días, personas que optarán por desengancharse o por apuntarse a una radicalidad reactiva.

Los comportamientos faltos de ética se han extendido con tanta amplitud y discrecionalidad, que han impregnado a toda su clase, ensuciando la hoja de servicios de miles de trabajadores honestos y extendiendo como una mancha de aceite la sombra de la sospecha sobre todo aquél que dependa del dinero de todos.

Me viene muchas veces a la mente una anécdota que me contaron hace algunos años: una persona de nacionalidad alemana, pareja de quien me contaba la historia, decía que le gustaría que sus hijos aspiraran de mayores a ser funcionarios. La razón es que, en Alemania, la imagen del funcionario se identifica con alguien extremadamente competente y con vocación de servicio: un bien social.

Algo no hemos hecho como debiéramos.

La pérdida moral

En realidad, es de la que comenzaba hablando en este post. La más dañina a largo plazo porque es la que abre y cierra posibilidades.

corrupcionA nuestro alrededor todo parece que haya sido una mentira: en la política, en los partidos, en los sindicatos, en la monarquía, en la banca, en las empresas, en las sociedades de autor, en el deporte, en la universidad, en la policía, en la iglesia, en el periodismo y hasta en la investigación científica. Miremos a donde miremos, vemos basura, trampas y tramposos. Pocas veces el escándalo continuo nos coloca tan cerca de una descomposición moral tan pegada a la idea de que «el poder corrompe».

Cierto es que quienes tienen la oculta intención de beneficiarse del dinero ajeno sin atender a escrúpulos éticos y legales, ven en la actividad política y pública el terreno mejor abonado para progresar en ello… y por ello es ese un oficio especialmente castigado. Pero no es menos cierto que la extensión es tal que todos tenemos la sensación de que es la condición humana la que muestra con demasiada facilidad esa debilidad a poco que el poder empiece a otorgar cierta sensación de impunidad.

Así que es verdad que los mecanismos de control pueden haber sido insuficientes o haber estado ausentes, pero también parece que deberíamos revisar que en estos tiempos líquidos el relativismo moral no se nos haya ido de las manos…

No hace mucho tiempo que debatíamos profusamente sobre la idea de liquidez o sobre la no-empresa como conceptos de los que podía depender el futuro de la vida y del trabajo. Paradójicamente, ideas como esas podrían ser hoy más necesarias que nunca, al mismo tiempo que la sensación de trivialidad las oculta.

Porque esta crisis ha demostrado que para la gran mayoría de la gente son necesarias estructuras económicas reconocibles que permitan dar un cierto orden a nuestro recorrido vital. Porque casi nadie arriesga mucho para crear algo. Porque no vamos a salir de ésta con millones de start-ups de poco más que autoempleo.

Pero sin embargo, necesitamos un rearme moral que nos impulse a abrir posibilidades, desde nuestra iniciativa o colaborando con la de otro. Necesitamos no olvidar que lo superfluo es prescindible… y que ese no-olvido no solo nos dure al menos unos cuantos años, sino que consigamos inculcarlo en al menos una generación. Dependemos, no solo como sociedad sino como individuo, de seguir creyendo que podemos hacer cosas magníficas con las que sentirnos bien.

Si no lo consiguiéramos, la dimensión de la tragedia sería incalculable. Así que no nos lo podemos permitir.

8 comentarios

  1. Genial Jesús, por lo atinado de tus reflexiones pero por la templanza y sensatez que transmiten… como siempre.
    Hace un tiempo, ante una noticia más de corrupción, pero también de la impunidad con la que aquella suele venir acompañada en estos tiempos, escribía cádidamente un comentario manifestando que ahora, a mis 51 años, entendía una Revolución Francesa y sus guillotinas que no entendí cuando … nos la hacían leer en el colegio.
    Me lo borraron, pero se quedó en mí la inquietud de qué hacer ante esta situación.
    La denuncia, la judicial y la social, son claramente insuficientes o, al menos, tan lentas que no parece que vayan a hacer efecto antes de que esto se desmorone.
    Y veo cómo a mi alrededor van cayendo los mayores y marchándose los pequeños y me sigo preguntando qué podemos hacer, especialmente las personas de bien, para de verdar cambiar esta situación.
    No lo sé!

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    1. Hola, Edu.

      La verdad es que he tardado en responderte… porque en realidad no sé muy bien cómo hacerlo. Puedo entender los mecanismos que se desencadenaron en la Revolución Francesa, pero albergo la esperanza, y creo que hasta la convicción, de que la sociedad de la que disfrutamos haya aprendido algo de cómo desencadenar procesos colectivos de esa magnitud… o más bien de cómo no hacerlo y al mismo tiempo hacer algo.

      Quiero creer que hemos sido capaces con los siglos de dotarnos de algunos mecanismos que, aunque lentos, quizá acaben funcionando sin necesidad de guillotinas (que terminan siendo siempre una orgía de venganzas que aprovechan personajes a veces peores). Quiero creer que es verdad que este mundo hiperconectado donde la información fluye con menos control, puede acabar provocando catarsis internas, que son las que fundamentalmente reclamo. Quiero pensar que los relevos generacionales pueden venir acompañados de renovación ética, porque algunos piensen que es hora de no seguir en silencio en casa. Quiero creer que va a haber gente que interiorice fuertemente que la rebelión interna es su papel, porque no pasa nada porque a uno le expulsen de un partido, de un lobby o de un sindicato (la mayoría vivimos sin ello y yo al menos no lo echo de menos).

      Y espero no equivocarme.

      Un saludo y gracias por dejar tu reflexión de nuevo.

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